La silla de montar siempre me ha resultado incómoda. No
termino de encontrar la postura adecuada por muchas veces que lo intente.
Siento el frío del invierno en los huesos. Estas tierras norteñas son aún más
inhóspitas de lo que pensaba. Aunque tampoco es que me preocupe en demasía mi
futuro. No voy a salir con vida de esta batalla. Espero que mi padre se sienta
orgulloso de mí por una vez. Como me ha recordado siempre, soy una deshonra
para la familia. Mis manos, estas manos que han sido bendecidas por Dios para
poder salvar vidas, son incapaces de usar un arma como se espera de un verdadero
caballero. Las lecciones de combate se reducían a una sucesión de golpes y
morados para diversión de mis hermanos y desesperación de mi padre. Pero lo que
más me dolía era su cara de desprecio. Una mirada que me acompañará siempre. Ni
siquiera cambió cuando regresé tras mi estancia en la Universidad de Salamanca.
“Todo por la familia”, decía, pero siempre encontraba una forma de excluirme de
ella.
Un soplo de aire gélido me devuelve al mundo real.
¿Qué pensaría ahora de mi si me viese de camino a una
batalla? ¿Recibiría su reconocimiento? Río a carcajadas para sorpresa de los
presentes, que me miran como si hubiese perdido la cordura. Tal vez así sea.
¿Cómo podría perdonarme si he sido el causante de la caída de la Casa de
Vallehermoso? ¿Acaso no hui como un cobarde de mi propio castillo? Jamás
entenderé como me dejé convencer de semejante deshonra. Si padre pudiese
despertarse de su sueño eterno como Lázaro, me atravesaría con su espada por
haber permitido tamaño ultraje. Eso sin tener en cuenta que no estuve atento al
envenenamiento que llevó a la locura a mi hermano Lucas. No digamos el hecho de
no haber podido salvar la vida de mis dos sobrinos. Heriberto, asesinado en la
corte por haber cuestionado a su señor duque y Buenaventura tras matar al
Guardián del Sur y su prometida el día de su boda.
Mi caballo corcovea nervioso vaticinando lo que va a
ocurrir. Ambos nos lanzaremos a la muerte en este combate sin sentido por los
juego de poder de personas sentadas en sus tronos alejados de la batalla. ¿Qué
le queda a un hombre cuando ha perdido todo? Sin título, sin Casa, sin honor… Ni
siquiera fui capaz de salvar a Diego de un hijo del populacho venido a más por
las malas decisiones de un Duque que fue incapaz de contralar a sus súbditos.
Mi venganza, mascullado ante la tumba de mi hijo, reposó en las manos de mi
sobrino Buenaventura, ya que incluso en eso fui incapaz de hacerme valer.
“Nunca jamás serás un auténtico Alba”, me repetía una y otra vez padre. Tal
vez, por eso, dejé de intentar serlo. Y por eso perdí todo.
La llamada a las armas resuena en mis oídos y pienso en mi
hija, Jimena, la última de la estirpe de los Vallehermoso. La que con sus
lágrimas intentó que no cumpliese con mi deber. ¿Qué clase de padre sería para
ella si no lo desempeñara? Nadie querría matrimonio con la hija de un cobarde,
aunque fuese la legítima heredera del condado. No, jamás haré que lleve sobre
sus hombros semejante peso. Esta cruz la debo soportar yo. Tal vez, si Dios lo
permite, pueda recuperar algún día aquello que es nuestro y tal vez, quizás,
pueda hablar con orgullo de su padre, Ataulfo de Vallehermoso, el médico y
caballero.
Espoleo el caballo y me lanzo al combate pidiendo al
Altísimo que proteja a mi hija y la permita tener un vida mejor que la que tuve
yo.
¡Por San Enrique y mi señora de Castelldragó!
Este relato fue escrito por Jose Jorquera Blanco.
ResponderEliminarCronológicamente, este relato tiene lugar el 25 de diciembre de 1293.
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