lunes, 26 de diciembre de 2016

Sangre y acero

Ezequiel Tovar, obispo de Málaga, se sentía muy mayor. Mucho más de lo que correspondía, pero es que el último año pesaba como un siglo. Casi doce meses antes, en la misma nave en la que ahora se encontraba, las espadas habían resonado y los caballeros se habían enfrentado, divididos entre los partidarios de ambos hermanos Medina-Sidonia. Y ahora, frente a él, se encontraba la hermana de ellos dos, preparándose para contraer nupcias con Arévalo de Yañez, Guardián del Sur. Un hombre que había demostrado más que de sobra su crueldad y brutalidad en los pocos meses que llevaba controlando el Condado y cuyas ansias de poder no iban unidas a ningún tipo de honor ni comedimiento. Pero, puesto en el cargo por el Duque de Alba, pocas voces osaban oponerse a sus movimientos, incluso cuando "invitó" a permanecer con él a los hermanos que podrían heredar el condado... y cuyas vidas, una vez las nupcias se contrajesen, probablemente no fuesen a ser tan largas como se esperaba.

La nobleza rebullía incómoda en sus asientos mientras las palabras de la ceremonia llenaban la nave de la catedral, que no hacía tanto había sido una mezquita. Si, el tiempo seguía pasando, y Ezequiel se sentía débil, frágil e impotente ante él. Los conflictos se reproducían por todas partes, los crueles vencían, el temor a Dios no se asentaba en el corazón de los hombres... se sentía viejo, anciano incluso, y agotado.

Un soldado, aparentemente del puerto, entró en la catedral por la entrada principal. Ezequiel no lo vio, vuelto como estaba hacia el crucifijo que presidía la casa del Señor, pero notó las vibraciones en la multitud. Llevaba mucho tiempo oficiando misa en esas naves como para no notar los cambios en la muchedumbre ante la palabra adecuada o los gestos correctos. Si, sin duda el ambiente se alteraba rápidamente y la tensión se alzaba.

La tormenta llegó cuando una voz poderosa se alzó desde las cercanías, anunciando que en su deshonra e incapacidad, el Guardián del Sur ponía en peligro la vida de todos ante un posible ataque musulmán. ¿Las tropas del sultanato habían llegado a Málaga? Confuso, Ezequiel miró alrededor, mientras el Guardián del Sur gritaba su respuesta.

-Eso lo solucionaremos cuando todo esto acabe, ¡que continúe la boda!-

Ezequiel iba a retomar el oficio cuando vio que el que interrumpía era Buenaventura de Vallehermoso, señor de su Casa desde hacía poco y, según el último torneo, la mejor espada del reino. Y no parecía dispuesto a dar su brazo a torcer, señalando que la boda era una pantomima y que el condado debía prepararse para defenderse contra la nave morisca que podía venir como delantera al resto de una flota. Los gritos siguieron creciendo, mientras el Guardián se volvía hacia el obispo y le señalaba con un gesto severo que continuase, con una sonrisa cruel danzando en su boca.

Pero Ezequiel todavía estaba de cara mientras veía como Buenaventura desenfundaba la espada y con rápidas zancadas corría hacia el ábside de la iglesia. Sus palabras y su gesto decidido reverberaron en la sala, mientras la luz de las velas se reflejaba en su acero, fino y afilado.

-¡La sangre, con sangre se paga!-

Arévalo de Yañez se daba la vuelta mientras el otro caballero se abalanzaba sobre él, desenfundando su propia espada para enfrentarse a su rival, mientras Ezequiel no podía dejar de recordar que esas fueron las palabras que el padre de Buenaventura había pronunciado antes de ser ejecutado por el Guardián del Sur.

Pero a veces, los hechos son más crueles e inesperados y la espada del caballero Vallehermoso no se encontró con el acero del Guardián, sino con el cuello de la novia. Mientras el brillante rojo escarlata cubría rápidamente el vestido blanco inmaculado de la dama que se desplomaba hacia atrás, Ezequiel supo que un espadachín de ese calibre no erraba por tanto a su objetivo. No, pasase lo que pasase ahora, las nupcias ya eran imposibles y los planes del Guardián estaban destruidos a costa de la vida de una inocente, que Dios la tuviese en su gloria. Al fial, en el Reino la vida siempre valía muy poco, por mucho que esas fuesen las enseñanzas de Cristo...

No solo Ezequiel lo entendió, sin embargo. Con un rugido de ira y frustración, la espada del Guardián se descargó con fuerza sobre la daga del Vallehermoso, que logró apartar el acero de su rival trabándolo con su guarda. Los caballeros en sus asientos comenzaron a desenfundar sus espadas, corriendo a unirse al combate que tenía lugar justo en frente del obispo, unos a favor de un caballero y los otros de su rival. 

Rápidamente, el acero retumbó de nuevo contra el acero, mientras los gritos llenaban la catedral y muchos echaban a correr. Ezequiel reculó aturdido por la rapidez de los eventos, alejándose hacia el crucifijo que presidía todo; sus manos, inconscientemente comenzaron a santiguar su frente mientras veía como Gaspar de Medina-Sidonia se unía a la refriega pero su espada se partía al golpear al Guardián del Sur, que se volvía con un gesto rápido y lo atravesaba con su acero, antes de recibir una estocada de Buenaventura de Vallehermoso. Otros caballeros se unieron a la refriega y dejaron al obispo sin visión de lo que ocurría en el centro de la misma, hasta que con un balanceo de la luz, vio la araña que iluminaba el ábside caer desde el techo sobre los caballeros que se peleaban debajo, golpeándoles con fiereza con su pesado hierro y una de las velas derramándose sobre un caballero incendiando su capa.

Arévalo de Yáñez fue el primero en librarse de ella y salir huyendo, herido, en dirección a la sacristía y la calle que había del otro lado, pero Buenaventura salió detrás de él con zancadas ágiles y rápidas. Los caballeros que no habían sido atrapados y aquellos que se libraron con rapidez aprovecharon para dar estocadas a aquellos aún trabados por la lámpara mientras el cuerpo principal de la iglesia se había prácticamente vaciado de las mujeres y los niños.

Mientras trastabillaba alejándose del combate, Ezequiel no pudo menos que pensar que, de nuevo, la sangre se derramaba en la casa de Dios. Daba igual que algunos fuesen a morir en el exterior del edificio, como Arévalo de Yáñez, atravesado por el acero de Buenaventura de Vallehermoso poco antes de que algunos caballeros lo atravesaran por la espalda y fuesen a su vez derrotados por un templario; o Javier de Escudero, decapitado en el exterior mientras protegía la huida de su hermana. Eso daba igual, la casa de Dios había sido mancillada una vez más y, por mucho que se pasase la fregona, la sangre ya no saldría jamás.

Bajo la lámpara caída quedaba el cadáver de Gaspar de Medina-Sidonia y, pocos metros más allá, el de su hermano Guzmán. El conflicto entre ambos por la sucesión del condado había llegado a su violento final porque, como rezaban los dichos del norte, los Alba siempre solucionan sus problemas a través de la espada. Tan devotos y, a la vez, tan bárbaros, la sangre Medina-Sidonia derramada señalaba sin duda el final de unas décadas de paz en el Reino y el final de una Casa que una vez había soñado con la grandeza.

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