viernes, 16 de agosto de 2013

Pactar con el Diablo

La multitud vociferaba excitada e inquieta alrededor del patibulo, removiéndose de un lado para otro. Una suave llovizna, casi un calabobos, apenas mojaba sus pieles y sus ropas mientras, lentamente, el reo principal y sus dos hijos trepaban los escalones de madera en dirección a su ejecutor. "¡Asesino!", "¡Traidor!", y otras lindezas del estilo se escuchaba a la multitud escupir mientras observaban al enemigo avanzar en dirección a su final. Y no era para menos. Por su culpa, sus hijos y sus hermanos, sus padres y sus maridos habían marchado a la guerra durante cuatro largos meses... y muchos se habían quedado en aquellas tierras, víctimas de la espada o la peste.

Lentamente, al paso que les forzaban los guardias que los empujaban bajo la lluvia de tomates podridos y otras verduras pasadas de fecha, los tres hombres avanzaban en dirección al ejecutor. Este era un hombre voluminoso, gordo casi, que había sido llamado de Toledo por el propio Conde para realizar la ejecución. Les observaba a través de su capucha mojada, afilando su hacha con parsimonia; por suerte, parecía que en esta ocasión el filo no estaría embotado y su golpe sería piadoso, quizás la familia había tenido que pagar un soborno para asegurarse de que el ejecutor hiciera bien su trabajo a la primera, o tal vez el Conde lo hubiese exigido para evitar problemas con la nobleza tras la ejecución de uno de ellos.

Pues de eso se trataba. El hombre que avanzaba primero y de mayor edad era un Marqués, el Señor de Ortiga-Guillén, quien en tiempos no tan lejanos había poseído una Casa capaz de rivalizar con la del propio Conde. Tras él marchaban sus dos hijos mayores, quienes no hacía mucho contaban con la herencia asegurada de unas tierras que muchos ambicionaban. Demasiados.

Entre la multitud esperaban Sebastián de Gallardo y algunos de sus allegados. La llovizna caía suavemente sobre ellos y goteaba sobre el suelo desde las esquinas de sus ropas, la vaina de la espada, o los rizos del pelo. No era un momento feliz para ellos.

Incluso después de los cuatro largos meses de asedio, seguía sin entender bien cómo se podía haber llegado a aquello. Cómo, pese al honor, pese al deber, pese a todo, era posible que los que fueran a ser ejecutados aquella mañana fueran los buenos y no los malos de la historia. Porque, por mucho que la multitud pensase que aquellos eran los villanos que habían envenenado al Señor de Valente, lo cierto era que se trataba del Conde el que había tejido aquella red para asegurar la caída de la única Casa que podía hacerle sombra. Igual que antes había enviado a los Jelmírez a tratar de destruir a los propios Gallardo. Y, sin embargo, cuando había llegado la llamada a la guerra, los regimientos Gallardo habían marchado al lado de los del Conde.

Aún ahora, mientras observaba a Leonardo de Ortiga-Guillén y sus hijos avanzar lentamente hacia La Segadora, se preguntaba si acaso había tomado la elección correcta. Si no hubiera sido mejor enfrentarse al Conde y a todas las Casas que le siguieron en la batalla en una lucha perdida y, sin embargo, justa. Luchar con honor, y morir con valor. Sea como fuera, la elección estaba tomada. Los Gallardo prosperarían, sus tierras crecerían a costa de las llanuras del norte de lo que antes fueron los dominios de los Ortiga-Guillén. Pero, para ello, habían tenido que pactar con el diablo, y aceptar sus términos. Sus almas a cambio de supervivencia y tierras.

El Señor Leonardo de Ortiga-Guillén fue el primero en llegar al patíbulo. Lentamente, se hizo el silencio entre la multitud: entre los nobles llegados, en la familia de los reos, entre los campesinos de estas tierras y de las cercanas, entre los miembros del clero. Era el momento de las últimas palabras de un hombre, el último derecho de quien está condenado a morir. La voz quebrada y frágil de quien fuera un Marqués se oyó claramente en toda la plaza:

-¡Yo sólo soy el primero! ¡Pero no seré el último, escuchad mis palabras!-

La multitud rompió en abucheos y gritos, y más hortalizas volaron mientras los guardias le forzaban a doblar la rodilla y poner el cuello sobre el cadalso. La plebe se alegraba de que aquel hombre muriese, pues todos conocían la historia de cómo había envenenado al Señor de Valente con viles hierbas. En medio de los gritos, el hacha del ejecutor se elevó entre la fina lluvia y descendió manchando el agua de rojo. La cabeza seccionada cayó a los pies del verdugo, y dos enanos que habían estado haciendo juegos malabares y chanzas se apresuraron a cogerla, riéndose y haciendo bromas con ella antes de depositarla en una cesta. Pronto estaría colgada de la muralla de Salamanca, como recordatorio a todo el que pudiese pensar en desafiar al Conde.

Pero, ¿cual había sido su pecado?  ¿Acaso había sido alzarse contra un tirano? ¿O tal vez haberse negado a aceptar las mentiras que sobre ellos se contaron? ¿Quizás no arrodillarse ante aquel que les exigía un precio que no tenían razón para pagar? No. Su pecado había sido el orgullo, el haberse negado a aceptar la injusticia que se les imponía, o haber aceptado el precio menor en su honra para salvar la vida de los hijos y los soldados. Por orgullo, por honor, habían ido a una guerra perdida. Como San Jorge ante un dragón indestructible.

¿Cómo habían podido llegar a esto? Pese incluso a la intervención de un Cardenal, de que el Duque fuese informado del plan del Conde, ¿cómo habían dejado que ocurriese? ¿Cómo se podía permitir que un hombre como aquel Guillermo de Feria, que observaba divertido la ejecución desde su palco, siguiese gobernando aquellas tierras? Sin embargo, mientras el hijo mayor avanzaba hacia su final, Sebastián sabía que no había respuesta a aquellas preguntas.

O que si que la había, y lo que era peor, era una respuesta que no le gustaba. Por poder. Por ambición. Porque aquel Conde tenía más hombres a su servicio que el resto de Casas. Porque tenía riquezas que podían pagar el silencio o podían conseguir la complacencia de los hombres. Porque por sangre y alianza tenía la voluntad de sus vasallos.

Se hizo el silencio ante la llegada del hijo mayor al cadalso, pero este no tenía nada que decir. En voz baja y apresurada, simplemente rezaba pidiendo la salvación de su alma. El hacha se alzó de nuevo, su filo, todavía goteando la sangre del padre, mezcló esta con su la de su primogénito. Los enanos de nuevo hicieron sus sarcásticas bromas y exibieron la segunda cabeza como un trofeo antes de depositarla en la cesta.

Era cierto que la casa Ortiga-Guillén no desaparecería aquella mañana. Al contrario, permanecería existiendo, languideciendo lentamente en las manos de un hijo menor demasiado pequeño para gobernar o participar en la batalla. Sus tierras se reducirían a la mitad de las que poseían sus ancestros, siendo el resto repartidas entre los Gallardo, los Endina y, sobretodo, a manos de los viles y traicioneros Jelmírez, quienes una vez habían tratado de destruir a los Gallardo para quedarse con sus tierras... y que habían sido expulsados de las mismas para siempre ante la punta de la espada que Sebastián sentía enfundada en su costado.

Y aún las tierras que les quedasen a los Ortiga-Guillén serían controladas por el Conde, ya que había forzado a que su paladín fuese el valido del hijo que quedaba en libertad. El propio hermano de Sebastián, Simón, que por malas artes y vueltas de la vida había alzado su espada contra su cuñada para tratar de "enderezar" la Casa Gallardo se convertiría así en la voz que educase y gobernase lo que quedaba de aquellas tierras, asegurándose de que no surgían conatos de rebelión.

El hijo mediano alcanzó el patíbulo, sus lágrimas indistinguibles de la lluvia. Apenas tenía la mayoría de edad, y aún así su vida llegaría a su fin. ¿Cómo se había podido llegar a aquello? ¿Era acaso miedo al Conde? ¿O realmente creían las mentiras que salían de su boca? Sea como fuera, ya no había vuelta atrás, el pacto estaba sellado y el precio llegaba. El hijo mediano fue arrodillado sobre el cadalso tras suplicar inútilmente el perdón del Conde.

Mientras el hacha descendía para juntar su sangre con la del resto de su familia entre los vítores de la multitud, Sebastián se dio la vuelta, asqueado. Él y los Gallardo sabían la verdad, quizás muchos otros que callaban hoy también la supieran. Sabían que por su inacción o cobardía, por el deseo de sobrevivir y no ser ellos quienes acabasen del cadalso y sus familias las despojadas de honra y tierras, tres buenos hombres habían muerto hoy, y muchos más unas semanas atrás en el campo de batalla.

El demonio juega con una baraja trucada. Probablemente no había habido alternativa a este desenlace, cualquiera de las otras opciones simplemente hubiese acabado con una fila más larga frente al garrote vil, más viudas, más huérfanos. Pero eso no eliminaba el sabor amargo que le llenaba la boca y le daba ganas de vomitar mientras se abría paso entre una multitud que se apartaba para dejar pasar a un caballero de su posición. Se adentró de nuevo entre las calles de Salamanca mientras las campanas de la catedral repicaban a difunto. A tres difuntos.

Pero ¿qué había muerto aquella mañana? ¿Tres hombres? ¿O acaso el honor? ¿Acaso la caballería, el deber? Acaso aquella mañana no había visto morir todo lo que cualquier caballero de verdad valoraría...

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