martes, 16 de octubre de 2012

El Mundo Desde Abajo

Escuchadme, pequeños, porque vosotros veis las cosas con demasiada inocencia. Cada día, os veo jugando con los demás niños de la aldea a las guerras y a las batallas, imitando ser los nobles que no somos. Pero lo que contáis y disfrutáis, como juego que es, dista mucho de la verdad. Os voy a contar cómo fueron aquellos años de mi infancia en los que la guerra partió mi mundo en dos.

Todo había comenzado como un año normal, con el invierno duro y frío y los campos pidiendo manos para arar los surcos y sembrar las semillas que habían de germinar con los meses. Lo de siempre, lo que habéis visto todas las primaveras. Yo, como vosotros ahora, era demasiado pequeño para trabajar el campo, así que alternaba entre jugar con los demás niños y ayudar en la casa con lo que Madre, vuestra Abuela, solicitaba. Exactamente como vosotros, y como harán vuestros hijos y nietos cuando llegue el momento.

Pero con el comienzo de la primavera, el ambiente en el pueblo estaba enrarecido. Los mayores hablaban en corrillos con tonos serios y oscuros, y rápidamente nos mandaban lejos para que no escuchásemos lo que se decía. Madre y Padre discutían a menudo, cuando creían que todos estábamos dormidos. Pero no lo estábamos. Y mis dos Hermanos mayores, que El Señor tenga en su gloria, estaban nerviosos, hoscos y sus bravuconadas se sucedían. Se pavoneaban frente a las chicas de su edad, pero lo hacían con miedo a la vez que altanería.

Al final de abril, cuando las lluvias cubrían los campos mal trabajados, lo que todo el mundo hablaba en voz baja fue dicho por un pregonero en la plaza del pueblo. El Marqués llamaba a todos los hombres mayores de dieciséis años a que se preparasen para partir a la guerra en sus levas. Por alguna razón, los nobles se enfrentaban unos a otros, el por qué no importaba demasiado. Al menos, no para nosotros, nunca se molestaban en explicar nada, y Padre tampoco nos lo decía a los pequeños.

Se fueron el día de San Félix, el 2 de Mayo, y pronto serían mártires como él. Se marcharon por la mañana, con el resto de los adultos del pueblo, equipados con lanzas viejas y cascos abollados. Caminaban lentamente detrás del Marqués y su cuadrilla de caballeros, todos a lomos de sus roncines, con sus armaduras brillantes y sus escuderos cuidando de sus necesidades. Los nuestros sólo andaban, en silencio o hablando en voz baja, mientras las mujeres y los niños los rodeaban para despedirlos.

Los campos quedaron desatendidos durante los meses que siguieron, sus productos creciendo y pudriéndose por la falta de manos para cuidarlos. Madre sólo lloraba y trataba de mantener en orden la casa, pero no daba a basto. Y nosotros dejamos de poder jugar para tener que ayudar todo lo posible. A finales de mes, llegaron nuevas de que mi hermano mayor había muerto en el campo de batalla, pero que el combate había ido bien y que se estaba organizando un asedio contra las tierras del otro Señor. Ni siquiera sabíamos dónde era, ni jamás fue traído a casa su cadáver.

Durante el verano, las cosas siguieron igual. Mi segundo hermano murió de fiebres durante el asedio, junto a muchos de los hermanos y padres de los habitantes del pueblo, y su cadáver fue quemado para evitar que la enfermedad se esparciese por el campamento militar. La villa parecía más un funeral permanente que el hogar que vosotros conoceis: muertos que llorar, campos sin cultivar o mal trabajados, casas vacías,... no había sitio para las risas ni los juegos. Ni para la infancia, ni la inocencia. Vivíamos con el corazón en un puño, pendientes de las nuevas que podrían traernos el fatal desenlace para alguien querido.

Con la llegada de Septiembre, el ejército de nuestro Señor se lanzó a la toma de las murallas de la ciudad asediada, y fueron repelidos una y otra vez. Las bajas fueron muy numerosas entre la leva, pero los nobles, en sus tiendas de campaña, parecían no reparar en ello. Para sus importantes personas, la leva sólo eran números, pero yo conocía todos los nombres que la componía, y Padre era uno de ellos.

Para San Martín, cuando el pueblo debía estar preparando la matanza del cerdo, todos estábamos en la plaza. Finalmente, regresaban a casa. Si habían marchado personas, regresaban fragmentos de ellas, arrastrando los pies y renqueando, heridos en el cuerpo y en el alma. Padre había perdido un brazo en algún momento del conflicto, y la única vez que le vi llorar en su vida fue el momento en que rodeó el talle de Madre con su otro brazo. El regreso al hogar. Todos lo rodeamos y abrazamos con fuerza, llorando como todo el mundo hacía.

Mi Padre quedó roto entonces y durante toda su vida. Jamás pudo labrar bien el campo, ni hacer sus labores de marido de la casa. Y, sin mis Hermanos mayores, nuestros campos cayeron en mal estado. Eso hizo que el invierno fuese más duro que nunca, con hambre día si y día también. Y el año siguiente sólo fue marginalmente mejor, porque unos parientes podían ayudar un poco, sacando tiempo de donde podían tras atender sus campos con sus fuerzas mermadas.

Jamás he hablado de aquellos años antes de ahora, y no volveré a hacerlo de nuevo. Fue cuando mi familia fue partida para siempre, y el dolor que siguió fue tan terrible como la guerra misma. Así que, cuando os acostéis pensando en gestas e historias, rogad a Dios porque no venga una guerra de verdad. Porque allí no hay sitio para los héroes ni las princesas, sólo para la muerte y el dolor, lejos de los seres queridos, luchando por algo que no importa más que a unos nobles sedientos de orgullo y poder.

1 comentario:

  1. A diferencia del resto de relatos, este no tiene una fecha concreta. Valdría para cualquiera de las guerra que asolan el Reino.

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